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lunes, 24 de septiembre de 2012

Las puertas de la tierra de la nada (3)



Texto original: Al-Hayat

Autor: Samar Yazbek 

Fecha: 07/09/2012

Esta es la tercera parte de una serie de relatos de Samar Yazbek. La primera puede leerse aquí y la segunda aquí


"No has huido de nuestros corazones"

 
“Créeme, Haf, el ojo no olvida su párpado, y cree, Haf, que la rosa no olvida su tallo”. (Una frase en una pared de Saraqeb)

“Con estas manos he enterrado veinticinco cadáveres”, dice cadáver, separa sus manos y añade: “Te contaré la historia de cada uno” El hombre que colorea las paredes de Saraqeb y dibuja sus pancartas, es quien entierra a las víctimas de los bombardeos.

Nos detenemos ante las pareces que están frente al centro cultural de Saraqeb, colores brillantes rompen la palidez del lugar. En el lado contrario, está un edificio en cuyos muros han escrito: “Créeme, Haf, el ojo no olvida su párpado, y cree, Haf, que la rosa no olvida su tallo”. El muro de enfrente dice: “Damasco, nosotros y la eternidad somos los habitantes de esta país”, y hay dibujos en los que la Pantera Rosa levanta la bandera de la revolución. Estábamos paseando por la calle, y yo haciendo fotos a las paredes y los escaparates de las tiendas, mientras la ciudad se hundía en los gritos de la muerte de “Dios es grande” y en los funerales de jóvenes y niños. Polvo, sequía y rayos ardientes del sol, mientras caminábamos, apenas pasaban hombres, tenían los ojos enrojecidos, pero brillaban. Los disparos del francotirador aún se escuchaban. Los proyectiles no cesaban de caer, del cielo vendrá un joven moreno, de mejillas tostadas, se sentará en silencio durante un rato, antes de decir que los proyectiles cayeron en su campo y que quemaron el heno con el que comerciaba. “La temporada de este año ha terminado”. Dijo su frase y se golpeó la cabeza con el muro. Estábamos sentados sobre una estera de plástico, sobre un lecho esponjoso. Escuchábamos en silencio. Su madre lo mirará atónita y la oiremos suspirar durante unos instantes, antes de callarse también y escuchar con nosotros el ruido de las balas del francotirador.

El joven dice, estando todos de pie frente a una de las paredes al mediodía: “Queman las tierras de cultivo que rodean el municipio para castigar a su gente, pero yo no estoy seguro de si van a lanzarnos un proyectil ahora, tal vez lo haga”. Miramos todos al cielo azul y claro que retumba con proyectiles. “Cuando el proyectil caiga sobre nuestras cabezas, no podremos oírlo”, dice. Y nos reímos. La columna de tanques que iban a Alepo continuaba su camino cerca del municipio.

Saraqeb sería después zona de tangencia cuando se intensificaron las batallas.

Llegamos a una casa destrozada, golpeada por un proyectil después de ser quemada. Uno de los chicos fue asesinado, dice uno de los jóvenes, el hijo que murió bajo tortura en la cárcel tiene siete hermanas y un solo hermano, no tiene padre. Cuando lo mataron, lo colgaron del coche, lo llevaron a las calles y lo arrastraron. Era de los jóvenes que salieron en las manifestaciones pacíficas. A otro joven que se dedicaba a grabar las manifestaciones lo cogieron y lo pusieron bajo un tanque. Le dijeron que el tanque pasaría por encima de él y después movieron el tanque mientas el chico estaba debajo. Siguieron así un rato, después se echaron a reír antes de detenerlo. “Reconstruimos lo que se bombardea. Al otro lado, ¿ves esa casa?” El joven señala una casa en el segundo piso abierta con un gran agujero de un proyectil: “Esa casa es de la hermana de uno de los desertores, la bombardearon solo para vengarse de su hermano”.

En el refugio:

Acabábamos de levantarnos, asustados, a las cinco de la mañana por los ruidos de los bombardeos. No hay un momento del día determinado para ello, pero por la noche es especial, entre cada media y cada hora cae un proyectil. En tres días han caído 130 proyectiles. La señora que nos alojaba dijo que desde el inicio de la revolución no habían logrado dormir bien, que dormían una hora y se levantaban. Tenían los ojos ensombrecidos. Cogí a las dos niñas que se habían quedado todo el tiempo a mi lado y bajé con ellas rápido al refugio. La casa era grande, pero estaba llena de miembros de la familia, obligados a dejar sus casas: la anciana abuela -madre de todos-, la tía materna, después la generación de hijas y sus maridos, y los hijos y sus esposas, la generación de los nietos e hijos de los nietos… En la casa se amontonaban varias familias: hay casas que han sido atacadas y destrozadas, otras derribadas por las bombas y otras cuya posición es punto de tangencia entre los dos bandos, hay casas que están bajo la mirada de los francotiradores, y casas de desertores  que han desaparecido. La  familia es grande aquí, pero el bien está presente, como dice una de las mujeres.

El refugio es una habitación amplia que la familia utilizaba para poner los útiles de trabajo de la tierra, las tuberías y los equipamientos. En el refugio hay un agujero que ha sido llenado. La madre de las niñas dijo que era el resultado de un proyectil que había caído del cielo. La puerta del refugio había sido cerrada con bolsas de nailon. Los niños y las mujeres están aquí, algunos hombres se unen. Las mujeres ancianas y los hombres de mayor edad se quedan en lo alto. La niña mayor dice: “No pueden moverse y el tiempo que se tarda en bajarlos y sacarlos no es suficiente para poder huir de la sorpresa de la muerte por un proyectil. Sus movimientos son lentos,  y ellas están enfermas, se quedan en sus habitaciones, escuchan el ruido de los proyectiles y cuando se calman los ruidos y oímos la voz del almuédano de la mezquita sabemos que alguien ha muerto”. Miran al vacío extenso que les permite la ventana. La abuela mayor tardó tres días en saludarme, y hasta entonces me miraba en silencio y con precaución. Después nos haríamos amigas. Pero en esos momentos, y tras bajar al refugio, las niñas pequeñas presumían las unas ante las otras y hablaban de los tipos de proyectiles y misiles. Cada una llevaba un proyectil con el que conservar la memoria. Las familias de alrededor vinieron y se metieron en el refugio. Muchas familias no tienen refugio, la familia frente a cuya casa se sienta el francotirador también huyó hacia aquí. Vi la casa. Los restos de las balas estaban esparcidos por las paredes, la madre dijo mientras paseábamos asustados y apresurados, que cuando te quieres mover entre las habitaciones y atravesar los patios de las casas, te paras durante un buen rato, luego observas al francotirador, lo distraes y después huyes de él, para beber un vaso de agua, traer comida a tus hijos o para ir al servicio. “Yo juego con este francotirador hijo de perra”, dice riendo. Se tapaba la cabeza con una cobertura de flores y llevaba un vestido lleno de plantas ecuatoriales. El vestido llegaba al suelo. Todas las mujeres aquí llevan vestidos largos: la madre que juega con el francotirador parecía extraña en mitad de la destrucción de su casa.

El francotirador y el bombardeo:

Los proyectiles caían a pesar de que el sol estaba en lo alto, y el silencio solo lo interrumpía en la claridad del día el ruido de los proyectiles y las balas de los francotiradores. Su hijo pequeño se pegó a nosotras y se agarró a la cola del vestido de su madre, después se metió el dedo en la boca y lloró en silencio. Dijo riendo, mientras hablábamos en la oscuridad de la casa: “No tengas miedo: cuando bombardean, el francotirador se relaja en el juego”. Me guiñó un ojo, cogió a su hijo de una mano y lo levantó en el aire para después lanzarlo sobre su regazo. La casa estaba vacía, solo unas cuantas esteras de plástico en el suelo. Cuando regresé con ella al refugio, vino una nueva familia de vecinos. La niña pequeña, que insistía contar una historia para dormir, señalaba a la nueva familia: “Su madre está con nosotros, pero su padre con Bashar. Mi padre es un revolucionario y ‘esas’ –y señaló a las niñas- también están con Bashar, o sea no con nosotros. Pero no pasa nada, tienen que esconderse de nosotros para no morir”. Esta pequeña morena –mi Shahrazad- tenía los ojos negros más bonitos que he visto en mi vida, caminaba ligera, se peinaba el pelo cada hora, se ponía flores artificiales en él, flores amarillas y rojas, las elegía según el color de su ropa. Es la hija de mi anfitriona mediana. Observa a todos y se hace más aguda. Cuando baja al refugio, se ocupa de su hermana pequeña de dos años y medio y que se enfrenta a un trastorno hormonal por el miedo y sufre una extraña enfermedad. La morena controla a todos los niños a su alrededor, no deja que nadie se acerque a mí, y luego me explica con detalle las historias de la muerte de los vecinos, los jóvenes que desaparecieron del municipio uno tras otro.

Un poco antes de que termine el bombardeo, coge el proyectil de la mano de su hermana de dos años y medio y le dijo despacio: “Los pequeños no llevan proyectiles”. No tiene ni siete años y cuando escuchaba los ruidos de un nuevo bombardeo y nosotros esperábamos escondidos entre nosotros, corría a abrazar a su hermana y apretarla con fuerza. Otra mujer amontonaba a sus hijos a su alrededor en el rincón del refugio. Decía: “Entraban y robaban. Venían con camiones llenos de munición para matarnos con ella y luego volvían con esos camiones llenos de nuestros muebles robados. Mataron a nuestros hijos y robaron nuestras casas. Pero cuando abrieron mi armario y tiraron mis vestidos en el patio y se frotaron el trasero con ellos y orinaron en las copas… Ni el antiguo vestido de mi boda se salvó de ellos, se llenó de mierda”.

En otra casa, vería a muchos niños silenciosos. Una mujer cercana a los cuarenta frotaba la espalda de un niño de más de diez años, que era el único que le quedaba y sufría de un trastorno mental. No hablaba, pero sus ojos azules reían. Su rostro era de color trigo, bello, su boca siempre estaba abierta. La madre me dijo que tenía otros tres chicos, y me contó su historia, manteniendo los ojos abiertos de par en par mientras me contaba los detalles de cómo la arrebataron a su hijo de su regazo. Sus ojos se enrojecieron y cayó una lágrima. Me dio que las lágrimas ya no le salían. La lágrima era muy grande, cayó lentamente, y se quedó en una nada más. Me dijo:

“Mi hermano fue uno de los primeros en salir en la revolución, fuera donde fuera, lo conocían como “Muhammad Haf”, héroe de Saraqeb. Salieron primero en manifestaciones pacíficas, pero nos bombardearon y ejecutaron a nueve de nuestros hijos ante los ojos de todos. Mi hermano luchó hasta su último parpadeo, moríamos a diario y me decía: ‘No moriremos como cobardes, moriremos como debemos’. A mi segundo hermano también lo mataron, quemaron mi casa y huimos. Mataron a dos de mis hermanos y a mi hijo me lo arrebataron de mi regazo. Les rogué que lo dejaran, pero no me hicieron caso. También mataron a mi segundo hijo. Dos de mis hijos y dos de mis hermanos, aún me queda otro hijo y está con los revolucionarios. Ya no me quedan hijos. Todos se han ido, me queda solo este pequeño”. Señala a su hijo enfermo que nos mira curioso y se ríe. Prosigue: “Como ves, qué pérdida la mía, el hijo que me queda está con los revolucionarios, y me dijo que no volvería hasta que Siria fuera libre”.

Los dos mártires:

Trae las fotos de sus dos hijos mártires, el primero tenía los ojos verdes y el cabello dorado, tenía 19 años. Sus dedos sobre la imagen se mueven como olas, después saca la segunda foto de un joven al que empezaba a salirle el bigote sobre los labios. Después sacó la fotografía “Muhammad Haf” y la levantó bien alto. En la cuarta foto se detiene. Baja de golpe la cabeza hacia el suelo. Dice: “Me lo quitaron de mis manos, me quedé sujetándolo hasta que se reunieron a mi alrededor y me lo quitaron de mi regazo, les supliqué que lo dejaran, corrí tras ellos, pero lo cogieron. Era activo en la revolución, me lo devolvieron muerto. Era un niño…”

Las historias de la mañana no terminan, cuando volvemos del paseo por los pueblos con los jóvenes, aparece uno de los combatientes desertores de Jebel al-Zawiya, líder de un grupo. Tiene unos ojos que emanan vitalidad, pero de vez en cuando se abstrae, sus párpados se adhieren entre sí y su rostro parece lleno de alegría y tranquilo por todo, excepto muerte. Dijo: “A mi hermano pequeño se lo llevaron a la cárcel, lo torturaron y le dijeron que yo había muerto, que habían despedazado mi cuerpo y que me habían tirado al monte. Después lo torturaron y lo quemaron vivo. En el pueblo Ayn Laruz nos han matado a seis niños, mi hermano tenía dieciséis años, estaba vivo cuando lo quemaron y el número de víctimas de nuestro pueblo es de dieciséis. Mi familia ha dejado la casa y se han escondido”.

“Al principio de la revolución y las deserciones me comunicaba con un oficial alauí que era amigo mío, también nos comunicábamos con los oficiales de menor rango y con mi familia y durante un mes al inicio de las deserciones teníamos 700 miembros, a cuatro los ayudó a huir este oficial alauí que nos ayudaba. Al principio tuve miedo de él, pero me arriesgué a tratar con él y nos ayudó mucho hasta el final. Nos comunicábamos con absolutos silencio, no hablábamos por teléfono y de pronto este oficial desapareció. Pregunté por él. Me dieron que lo habían trasladado al control ‘K’ pero que nadie sabía nada de él. El régimen tenía miedo de las deserciones y cambiaba a los oficiales continuamente, este oficial desapareció. Hoy el ejército domina toda la zona. Fue antes de la batalla de Alepo, ahora el ejército se ha retirado tácticamente a Alepo, pero volverá. Fabricamos algunas armas nosotros mismos cuando no hay armas. Una vez intentamos fabricar un misil con materias primas, ya lo habíamos hecho muchas veces, pero una vez el misil que estábamos probando salió hacia el cielo y desapareció. Comenzamos a correr, se elevó y desapareció. Estábamos en un campo de trigo y corrimos. La prueba fue un fracaso. Se ríe a carcajadas y sus ojos se pierden en la risa. Prosigue: “Corrimos como ‘Tom y Jerry’ y temíamos que cayera sobre las casas, aunque estábamos muy lejos de ellas, porque pesaba 16 kilos, y eso significa que caería con un peso de 16 toneladas. Pero los chicos lo encontraron días después en el mismo capo de trigo. Aprendemos nosotros mismos y en cualquier momento nos puede explotar encima”. De pronto se calla, mira a todos, éramos muchos, y aún se escuchaba el ruido de los proyectiles. Parecía como si hubiera recordado algo: “Nos sucedió algo extraño. Estábamos en un enfrentamiento y ellos estaban moviendo a las brigadas décima, séptima y cuarta de un lado a otros. Nos dirigimos con ellos a varios lugares, vinieron de Homs a Jebel al-Zawiya y una de las veces el ejército entro en mi pueblo. El enfrentamiento fue violento. Los soldados del ejército regular caminaban de forma extraña. Vi a dos separados del grupo que se aleaban. Se movían de forma mecánica y pensamos que querían desertar. Les gritamos. Al principio el ruido de las balas era muy alto y no se dieron cuenta, pero seguimos gritando: ‘Dios es grande, Dios es grande, venid, estamos aquí’. Cogieron las armas y nos dispararon; nosotros respondimos. Uno cayó muerto. El otro que caminaba a su lado, bajó su arma y se movió de forma mecánica, pasó por encima del cadáver de su compañero y nos dio la espalda. Parecía que caminaba dormido. Después de quedó quieto como un clavo. Luego volvió a caminar de la misma forma mecánica a pesar del ruido de las balas. Esperé que se tumbara, que tuviera miedo o que reaccionara, pero siguió caminando y en otras batallas he visto cosas parecidas. Uno muere y el otro sigue caminando, como si no tocaran el suelo. Algunos soldados que han desertado y se han unido a nosotros dicen que les habían pinchado con una aguja, pero ¡dijeron que solo era morfina! Aunque no estoy seguro de nada, lo que vi era muy raro de veras”.

El joven quiere seguir su historia pero el ruido de los proyectiles no se detiene y la pequeña morena empieza a mirar con cierto mal humor porque el tiempo de dormir ha pasado y no se dormirá hasta que cuente una historia: la historia de los vecinos que fueron asesinados y de quienes le gusta enumerar sus características uno a uno, mientras decide a cuál quería más. Al marcharnos me dijo: “Entonces, ¿tú también vas a morir?” Me reí y le dije: “No… No…”.

Antes de que terminara la frase, movió la nariz y dijo con ironía: “Esa, esa, esa, ¡todos los que han muerto dijeron esa misma frase!”

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