Texto original: Aljazeera
Autora: Lina Shami
Fecha: 19/02/2017
Autora: Lina Shami
Fecha: 19/02/2017
Allí, en el centro de la calle había
colgadas unas cortinas para tapar la visión de los francotiradores del régimen
que se deleitaban cazando a los transeúntes como si estuvieran jugando a un juego
de ordenador. La casa, que cada noche se llenaba de compañeros y cuyos muros
escuchaban los chistes y las conversaciones unas veces interesantes y otras aburridas,
se había desplomado y se había convertido en una montaña de piedras. Mi marido
Yusuf y sus amigos esa noche no estaban en allí, pero sí una familia formada
por el padre, la madre y tres hijos pequeños, y una madre y su hijo. Todos
quedaron sepultados bajo los escombros.
Al día siguiente fui a grabar al
mismo sitio ante ese edificio totalmente derrumbado, para contar lo sucedido.
Tuve que repetir la grabación muchas veces porque me temblaban las manos con la
cámara, ¡tan solo ante la idea de que esos cuerpos estaban aún enterrados bajo
esas piedras detras de mí! Nadie había podido levantar las piedras y sacar los
cadáveres para llevarlos a una tumba adecuada para su último viaje. A unos
metros de allí, en la calle aledaña, hace unos pocos días, un hombre intentaba
levantarse, en la acera contraria a la puerta de su casa, sobre sus pies fracturados
a consecuencia de un misil que había caído cerca de él. Se frotó la cara con
las manos para poder ver y miró sus manos mientras las giraba para darse cuenta
de que la sangre de la cabeza desintegrada de su amigo había cubierto su
rostro. La metralla había atravesado la cabeza de su amigo para que él se
salvara de la muerte de milagro, como siempre se salvaban todos en esta ciudad
de leyenda.
Logró levantarse, para toparse con
el cerebro de su amigo en el borde de la acera, el cual había dejado de hablar
de pronto sin terminar su última frase. A su cerebro se había acercado una gata
que lo rascaba e intentaba comerlo. ¡Qué asco! Sí, el mismo asco que provoca el
hecho de que, mientras la gata se comía los restos de su cerebro, los países
donde se han podrido los eslóganes de la libertad y la humanidad buscaban con
toda la calma del mundo algo que justificara este genocidio. El mismo asco que
provoca que, tal vez, a esas personas les haya tocado el genio del terrorismo,
con el que justifican toda masacre y crimen. Las Naciones Unidas estaban
extremadamente preocupadas por cómo justificar la expulsión de personas de su
tierra sin que el mundo fuera consciente de la inmundicia de ese crimen.
Querían que el mundo les agradeciera a su organización y a los carniceros que
hubieran detenido la matanza durante dos o tres días y hubieran permitido a la
gente preservar sus vidas unos cuantos días más, personas que salían a cambio
de perder su tierra, sus recuerdos y su dignidad.
Durante los años que han pasado,
hemos sido meros números en las páginas de los tímidos informes que salían, y
unas pocas palabras en los boletines de noticias, que un simple botón del mando
a distancia podía borrar. También hemos sido un punto de las listas de temas a
tratar en las conferencias que negociaban sobre nuestras vidas y vendían y
compraban a través de nosotros -nosotros no merecemos vivir- beneficios para quienes lo merecen.
En los medios internacionales éramos un informe más corto que un programa de
debate sobre los secretos de las estrellas de Hollywood, o sobre la forma de
preparar una deliciosa tarta de manzana. Hemos sido más pequeños que el
problema del calentamiento global que amenaza a la humanidad, mientras nuestra
muerte colectiva no lo hace.
Dentro de los muros de nuestra
ciudad asediada, solo nosotros nos ocupábamos de contar al mundo nuestras
masacres colectivas y nuestra muerte ordinaria. Nos ocupábamos de recoger los
restos y cavar tumbas en los parques, de retirar los escombros que sepultaban
los cuerpos si podíamos, y de levantar algunas cortinas para retrasar en su
masacre a los carniceros de las milicias de Asad, los ocupantes iraníes y los
rusos, que bailaban de alegría cada vez que sus balas se acercaban a nuestros
cráneos, y cuyas risas aumentaban cada vez que se elevaban las voces de los
niños y los gritos de las mujeres que lloraban ante tanta atrocidad.
Los días pasaron en la ciudad en
continua noche sin día. En la oscuridad, con cada explosión, las imágenes de
los mártires atacaban en tropel. Los gemidos de los heridos y los detenidos
olvidados en los mataderos de Asad emitían un único grito que cubría el ruido
de un avión ruso cuyo piloto, sin temblarle el pulso, decidía con absoluta
frialdad durante su habitual ronda, quién viviría y quién moriría. Los rostros
de los niños se cubrían de terror y palidecían de pronto. Los restos humanos
saltaban buscándose entre sí, buscando su venganza por su muerte que no había
muerto. Nosotros, los vivos, nos salvábamos del incendio que seguía a nuestro
alrededor y seguíamos con nuestra vida con todos sus detalles ordinarios en
medio de toda esta muerte. Encendíamos trozos de leña y nos íbamos al pozo al
principio de la calle para traer agua. En ella sumergíamos un puñado de arroz
que quedaba desde hacía un mes, para cocinarlo por la tarde.
Qué horribles son los detalles de la
vida cotidiana, cuánto llanto provocaban, y cuánto la odiábamos y nos odiábamos
a nosotros mismos cada vez que nos salvábamos. Ahí estábamos, obligados a una
vida que violaba la majestuosidad de esta muerte que pendía en el ambiente e
interrumpía con su insolencia el silencio de los mártires y los restos. El olor
del arroz y la madera volvía a cubrir el olor de la sangre vertida por las
calles de la ciudad. Cada noche nos preguntábamos si la libertad merece toda
esta sangre, y la respuesta era la siguiente: ¿Merece la vida sin libertad, sin
dignidad, sin justicia y sin derechos de miles de mártires y detenidos ser
vivida?
Salimos de una ciudad en la que
enterramos a miles de mártires. Otros no fueron enterrados y quedaron bajo los
escombros. Enterramos días y años en que habíamos vivido con la dignidad de no volver
a ser esclavos de Asad. Entonces él y sus soldados lanzaron el lema “histórico”
de “Asad o quemamos el país”, que hace dudar, inevitablemente, de la humanidad
de esos criminales.
Cuando el carnicero Asad no fue capaz
de reprimir nuestra gran revolución que exigía libertad, dignidad y justicia
para este país, buscó ayuda entre los demonios de la tierra para matar a un
pueblo y una revolución inmortales, que crecen y se hacen más maravillosos con
cada mártir. “No nos arrepentimos de la dignidad”, decíamos mientras
despedíamos a nuestra querida ciudad por última vez. Pronunciamos las últimas
palabras de despedida sobre las tumbas de los mártires, escribimos todos los
lemas que habían colmado las manifestaciones de las calles de la ciudad sobre
sus muros, quemamos los recuerdos y nos llevamos con nosotros la venganza, los
testamentos de todos los mártires y nuestro pasado.
No tenemos tiempo en esta corta vida
para llorar ni para hacer elegías sobre nuestra ciudad violada. El mundo nos ha
dejado solo dos opciones: la masacre o la salida sin retorno de nuestra tierra.
Nosotros solo nos hemos dejado a nosotros mismos dos opciones: el martirio por
aquello por lo que murieron nuestros compañeros, o la venganza.
Dictado por la CNN y no contratado, por ejemplo, con RT o Hispantv o similar.
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